Descripción
El correísmo quema sus últimos cartuchos. Traicionando sus principios originarios da paso a la flexibilización laboral, a varias privatizaciones -incluso de proyectos emblemáticos como son, por ejemplo las recién construidas y tan promocionadas plantas hidroeléctricas-, entrega los grandes campos petroleros en explotación a empresas transnacionales, concesiona por medio siglo los puertos marítimos a empresas extranjeras y, además, escenifica el festín minero del siglo XXI.
Esto completa un giro de casi una década: el actual gobierno si bien apuntó en el 2007 al post-neoliberalismo, ahora retorna al neoliberalismo. La posibilidad de construir un Ecuador post-extractivo es asunto del pasado. Hoy se reprimariza la economía, se extiende la frontera extractiva, sobre todo abriendo la puerta a la megaminería, con sus graves impactos sociales y ambientales.
El desaforado pasado neoliberal minero
En los años 90 los gobiernos aceptaron créditos de organismos multilaterales condicionados, entre otras razones, [4] a promover un marco jurídico e institucional que facilite la extracción masiva de minerales. En 1991 se aprobó una ley de minería que eliminó varios controles estatales a la actividad, entre ellos, fijó valores insignificantes para patentes de conservación y producción de las concesiones mineras otorgadas.
Así, en 1995, el Banco Mundial financió el proyecto PRODEMINCA para modernizar la actividad minera, mejorar la gestión ambiental y tener claridad sobre la disponibilidad de recursos minerales en el Ecuador. Tal medida permitía explorar y explotar minerales en todo el territorio, sin importar la afectación a centros poblados, territorios indígenas, producción campesina, fuentes de agua, áreas del Sistema Nacional de Áreas Protegidas ni los bosques protectores (Sandoval Moreano et. al 2002).
Ese impulso a la minería transnacional creó conflictos territoriales, provocando reacciones de defensa comunitaria para proteger los ecosistemas afectados en varias parroquias rurales. Algunos de estas resistencias locales lograron expulsar a las transnacionales o al menos dificultaron sus operaciones. Por ejemplo, entre 1995 y 1999 se expulsó a la empresa Bishimetals del Valle de Íntag en Imbabura; así mismo, la empresa Río Tinto Zinc enfrentó conflictos con comunas rurales en Bolívar, Cañar, Azuay y Loja, que derivaron en su salida del país (Latorre 2012).
A pesar de esto, desde el año 2000 empezaron a consolidarse las mayores pretensiones de las empresas mineras. Se reformó la mencionada ley de minería para permitir la divisibilidad del título minero. Igualmente se estableció el pago de un dólar por hectárea al año como derechos superficiarios al inicio, para llegar apenas a 16 dólares por hectárea al año en la fase de explotación; también se estableció cómo única causal de caducidad de una concesión la falta de pago de patentes (dejando de lado otros criterios, como sociales y ambientales). Incluso se estableció la libre explotación de materiales de construcción; y las regalías prácticamente se eliminaron. [5]